Los hechos de los últimos días marcan un punto de inflexión ante la violencia protofascista: en cada caso las agresiones fueron respondidas y los provocadores terminaron retrocediendo. Hay que dar el debate sobre los métodos de resistencia sin medias tintas, porque la violencia provocada desde el gobierno se va a incrementar.

Por Pablo Solana

Hay violencias verbales, simbólicas, económicas, promovidas por instancias legislativas o por decreto, que impactan de maneras indirectas. El pueblo argentino viene padeciendo una serie apabullante de esas violencias desde el mismo día de la asunción del gobierno de Javier Milei. Las respuestas, en esos casos, quedaron enredadas en la confusión que disponen los carriles por los cuales esas violencias se ejercen: los medios de comunicación o las sesiones parlamentarias corrompidas por compras de votos y traiciones sin tapujos. Es difícil para la población afectada responder en esos terrenos, ajenos por definición a la acción popular.

La violencia que ejercen las fuerzas de seguridad del Estado ante la protesta social, en cambio, impacta de forma más directa. Analizamos en esta nota después de la represión de la marcha contra la Ley Bases del 12 de junio pasado: “Nos falta ´gimnasia´ para neutralizar provocaciones o para reaccionar ante situaciones que se salen de control, como sucedió frente al Congreso. Esa falta de práctica también explica algunas opiniones livianas que no conciben algún tipo de respuesta no-pacífica ante la violencia represiva. Son muchxs quienes enseguida gritan ´ ¡infiltrados! ´ ante el menor atisbo de resistencia”. Detrás de la dificultad para concebir como legítima la respuesta popular ante la violencia ejercida desde el Estado, hay una matriz ideológica heredera de esta “democracia de la derrota” que no concibe posible desafiar el sometimiento a una legalidad y a unas instituciones que sostienen el empobrecimiento de las mayorías a fuerza de represión.

En los últimos días se dieron otros hechos de violencia promovidos desde la ultraderecha gobernante. No son situaciones nuevas, pero el contexto sí lo es: parece estar acabándose la paciencia. Los agredidos ya no se dejan, ahora responden. La mayoría de los casos recientes se explican en el marco de la potente rebelión estudiantil, pero no se limitan a ese foco de conflicto.

Pero, ¿responder a la violencia con violencia no habilita una espiral que beneficia al más fuerte, es decir, al gobierno? Es una pregunta legítima que requiere análisis y lecturas bien profundas, serenas, rigurosas. Antes de abordar algunas respuestas posibles, veamos los hechos más recientes:

Miércoles 9 de octubre:

-El agitador que se hace llamar Fran Fijap, que es parte de la estrategia de violencia del gobierno, fue expulsado de la marcha a favor de la educación pública por hostigar a los manifestantes. Lo corrieron, lo golpearon y lo obligaron a encerrarse en un local de venta de empanadas; la reacción popular contra el provocador puso en evidencia la custodia policial y parapolicial con la que contaba esa persona.

-Al mismo tiempo, en otro barrio de la ciudad, el dirigente del Frente Patria Grande, Juan Grabois, respondió con golpes a una persona que lo insultó de forma reiterada en la calle. El provocador, después de ser golpeado, difundió en las redes un video en el que se lo veía con dificultad para caminar y decía “me rompió una pierna”.

-Por la noche, las autoridades de la Universidad de La Matanza cerraron con candado el portón de la sede universitaria para evitar el ingreso de alumnos que querían efectuar una toma como medida de protesta. Los estudiantes desafiaron el atropello, forcejearon con los custodios y saltaron el portón, logrando liberar la entrada y efectuar la toma.

Jueves 10 de octubre: 

-El presidente Milei y su hermana fueron insultados por un nutrido grupo de personas que iban por la avenida Callao cuando los vieron acercarse al local comercial donde se había refugiado de los golpes el provocador de La Libertad Avanza el día anterior. 

-En Río Gallegos, Santa Cruz, Martín Menem, presidente oficialista de la Cámara de Diputados, fue atacado a huevazos al hacerse presente en un acto de campaña para inaugurar un local político.

Viernes 11 de octubre: 

-Martín Menem y Karina Milei fueron repudiados en Villa Elvira, La Plata, en otro acto partidario. Un video muestra cómo el ómnibus en que se trasladaban militantes de La Libertad Avanza fue atacado a huevazos. Otro vehículo fue pintado con la leyenda “Fuera LLA”.

Lunes 14 de octubre: 

-Un grupo de provocadores de La Libertad Avanza ajenos a la Universidad de Quilmes irrumpieron en la asamblea estudiantil que allí se realizaba para frenar el debate que se estaba dando. Los estudiantes votaron masivamente su expulsión. Los activistas de ultraderecha respondieron con gas pimienta e inmediatamente después de eso fueron golpeados, hasta ser sacados del lugar.

Miércoles 16 de octubre:

-Otro provocador oficialista de nombre Mariano Pérez fue expulsado de la marcha de antorchas cuando hostigaba y filmaba a los estudiantes. Terminó yéndose custodiado por personal policial después de haber sido sacado a empujones y recibir escupitajos al grito de “¡fuera facho, fuera!”

Otros hechos de violencia contra las protestas no acertaron a encontrar respuesta: la policía fue mandada a desalojar clases públicas que se realizaban en las calles en varios puntos del país, y en algunos casos matones complementaron la acción, incluso con aval institucional, como sucedió en la Universidad de La Matanza. Las hostilidades contra el derecho a manifestarse no parecen desescalar. El presidente y sus militantes en las redes sociales atizan el fuego con términos como “delincuentes”, “zurdos de mierda” y “terroristas”.

Las respuestas populares que desafían la resignación, logran romper el cerco de violencia oficial y responden, van más allá del conflicto universitario. Durante estos meses de ofensiva ultraderechista primó el desconcierto, pero ahí estuvo el fuego que el 11 de septiembre pasado acompañó el ataque popular a la Legislatura de Santa Fe que había votado un ajuste a las jubilaciones; también había habido fuego dos días antes frente a la sede de la concesionaria de electricidad EDET en Tucumán, cuando los vecinos repudiaron el tarifazo cercando la sede de la empresa y encendiendo cubiertas en la calle; la provincia de Misiones vivió su conato de rebelión social en mayo pasado, cuando las barricadas de trabajadores de la salud, estatales y docentes recibieron el sorpresivo apoyo de los policías que también tenían su propio reclamo salarial. Son todos chispazos que, por ahora, solo avisan. Aun así, sería un error no tomar nota.

¿A quién sirve la violencia?

Así formulada, la pregunta conlleva implícita una primera respuesta moralizante: “A nosotros seguro que no, porque la violencia es algo malo”. De acuerdo: ese puede ser un buen punto de partida para reafirmar un horizonte ético. Efectivamente, la mayor parte del pueblo quiere vivir en paz. Quienes se manifiestan quisieran no tener motivos para hacerlo, mucho menos quisieran padecer enfrentamientos con la policía. Ningún proyecto humanista o socialista debería naturalizar la violencia o minimizar sus efectos nocivos para las personas y para la vida en comunidad. 

Dicho eso, la pregunta y las respuestas posibles cambian si se tiene en cuenta la realidad que nos circunda: ¿Qué hacer con la violencia si ya es un dato de la realidad, si está ejercida como acción política para oprimir y condenar a millones a la miseria y la resignación? Porque eso es lo que está sucediendo, en especial desde la asunción de este gobierno de ultraderecha. Responder a la violencia, en casos de injusticia, es legítimo. No hace falta remitirse al derecho a la rebelión de los pueblos en casos de tiranía, factor contemplado filosófica y jurídicamente a nivel internacional; alcanza con mencionar la propia legislación liberal, que concibe del “derecho a la legítima defensa”.

Pero la acción política requiere bajar el debate ético a la realidad. Llamémosle “lucha de clases” o “disputas por el modelo de país”, el fondo del asunto está condicionado por un antagonismo social de carácter estructural que, en el marco de estas sociedades capitalistas, solo encontrará salidas posibles atravesando el conflicto. Debemos analizar el momento político específico para, recién a partir de esos elementos, volver a la pregunta que nos interpela.

La expresión “Ninguna agresión sin respuesta” es una bandera de la lucha antifascista. Una consigna justa, pero genérica. Un principio político. Sin embargo, ateniéndonos a la reflexión que antecede, debemos reconocer que será determinante contemplar cada contexto, decidir en función de cada realidad concreta. Puede haber provocaciones que, en determinados momentos, resulte conveniente dejar pasar. Otras, en cambio, habrá que saber responder, en defensa propia, ya sea para no retroceder o para poder avanzar. En cualquier caso, de la mano de la decisión de enfrentar la violencia deberá ir la formación en los cuidados necesarios, la prevención y la planificación que permitan minimizar los riesgos y evitar exponerse de más. 

No será este el espacio donde se aborde el cuadro de situación actual, que por definición debe ser complejo, detallado, más extenso que este párrafo. Digamos, mínimamente, que en este contexto los hechos de violencia popular (es decir, de respuestas violentas defensivas a acciones violentas de parte de la ultraderecha) tuvieron un efecto positivo para las luchas que se están librando. Si bien la primera medida de “defensa” de la protesta siempre será buscar la masividad y el consenso social más amplio posible que legitime la lucha, casos de agresiones concretas requerirán a su vez de respuestas concretas. El provocador amigo de Milei que corrió, aun estando protegido por policías y tras bravuconear durante meses “zurdos van a correr”, se convirtió en el símbolo que desnudó, en un solo hecho, la forma en que las amenazas en redes sociales y la construcción de fake news (donde la ultraderecha se siente a gusto) pierden toda eficacia cuando se las contrasta con la cruda y dura realidad de la calle, cuando se las somete al veredicto de la fuerza popular. El episodio de la Universidad de Quilmes reforzó el sentido de cuerpo colectivo de ese estudiantado que no se dejó amedrentar. Los que insultan por la calle a dirigentes populares saben, están alertados, que podrán ser golpeados si siguen procediendo con violencia, aunque sea verbal. 

Son hechos defensivos, y en este contexto está bien que así sea: un objetivo político del momento, urgente, estratégico, es no dejarse acorralar y poner freno a la violencia protofascista en las calles, que es el territorio de disputa central.

El gobierno de ultraderecha buscará sacar provecho, y ordenará espiralar la violencia. Puede funcionarles mientras la correlación de fuerzas le dé a su favor: hasta ahora, cada agresión ultraderechista venía siendo una ocasión más para reforzar su posición dominante. Pero esa ventaja general se va resquebrajando, a fuerza de responder a cada una de esas provocaciones. 

Cuando cambien los vientos, la pregunta que inicia este texto habrá encontrado respuestas más matizadas, más contemplativas con la funcionalidad, la legitimidad y la utilidad de la violencia popular cuando se ejerce como reacción a la agresión estatal o paraestatal.