Por Federico Di Pasquale 

Comenzaba el invierno y la escasa hojarasca se arremolinaba por la Avenida Urquiza. Todo estaba blanco y no se lograba ver bien del otro lado de la plaza. El sol apenas podía traspasar la nube de algodón que los envolvía. Al cruzar la plaza de Los Constituyentes, al pasar frente a la parroquia de los padres Agustinos, un soplo naranja de piedras de ladrillo y ramitas le desparramó el pelo a ella. Preferían por un tiempo volver a pasar tardes de sol hablando sobre películas, discos y libros, soñar con construir una familia. Era la mañana fría del 21 de junio de 1973, y volvían milagrosamente, luego de sobrevivir a la masacre de Ezeiza. La derecha peronista había montado una operativo casi bélico, con armas largas y automáticas, mientras ellos, como parte simpatizante de las organizaciones revolucionarias y juveniles, inspirados en el clima juvenil propiciado también por algunos sacerdotes, cantaban y más que nada, amaban estar compartiendo ese momento histórico, luego de años de soñar con la vuelta del General. Sin revictimizar y otorgándoles niveles de conciencia política, sin embargo, también había una gran ingenuidad. Iban marchando entre una multitud que llevaba carteles, banderas, aprendiendo que las telas deben llevar agujeros que permitan que el viento pase; algunos llevaban cadenas y revólveres, quizá una ametralladora. Pero, en lugar de una fiesta popular, fue una masacre; un atentado contra la movilización popular, el comienzo del terror que contiene el germen de la Triple A y de los grupos de tareas de la dictadura. Ellos querían asistir a una fiesta y terminaron en medio de una masacre orquestada. Ahora, ya de nuevo en Santa Fe, la ingenuidad se quebraba y el peligro comenzaba a hacerse carne. El tranvía pasó. Al caminar abrazados por la cuadra de la escuela el Calvario, ella pensó que seguramente allí seguían aislados de todo lo que pasaba más allá de esas paredes, con una opresión con límites conocidos. También tuvo una sensación de nostalgia y de tierra perdida, cuando recordó, sin embargo, la inocencia y la seguridad que sintió al hacer allí la secundaria sólo hacía algunos años. Se había podrido del maltrato de algunas monjas, a las que directamente no podía ni ver. Tampoco gastaba tiempo de más en el rencor o en el odio. Nada era peor que la sensación de terror que se empezaba a vivir afuera. Ella tenía algo de las mujeres de cine y revista de aquellos años, los ojos grandes y resaltados con mucho color negro, con un delineador grueso, el pelo lacio y largo, marrón, con raya al medio. Tenía algo de gitana en la mirada y en sus orejas un poco largas pero no tanto apantalladas, colgaban aros no tan pesados, porque los pesados la lastimaban. En sus ojos soñaba y al flaco lo miraba con una verdadera mirada de amor veinteañero, en donde todo era nuevo porque deseaba mudarse con él y dejar de vivir con sus padres. Pasar el día entre el trabajo y disfrutar de lo cotidiano, cosas como buscar el pan o ir al quiosco a buscar el diario o alguna revista. Escuchar discos, leer, que haya olor a puchero y que el sol de otoño entre por la ventana. Tener gatos. Ella tenía un sobretodo azul con el cuello ancho, un pullover con escote en V y una camisa blanca, con un pantalón celeste que se ensanchaba en los tobillos ocultándose casi la totalidad del pie y de las botas de cuero.  Estaba algo desaliñada porque se habían tenido que tirar al piso y por el viaje. Él tenía el pelo negro algo enrulado, apenas largo, con patillas. Era más alto y con la voz gruesa. Tenía una campera de gamuza marrón y una polera de lana azul y una camiseta de dormir. Un pantalón de jean y unos zapatos negros. Amaba hablar sobre historia, lugares que conocía. Beatniks, hippies y mochileros. Bob Dylan, los Beatles, los Rolling Stones, Spinetta. Podía parecer al principio algo petulante pero al rato te dabas cuenta de que solo era una manera de hablar y te estaba cocinando algo y tratando como si te conociera de toda la vida.

El sol logró romper la neblina pasando las nueve y media; los pájaros recién al recibir sus rayos comenzaron a volar y cantar; la ciudad seguía funcionando como siempre mientras en el noticiero, radios y diarios ya hablaban de supuestos enfrentamientos entre dos facciones del peronismo, la derecha sindical y la juventud. Miguel pensaba que era raro entenderlo así, que quizá la derecha había querido desestabilizar a Cámpora para tomar el poder. No lo sabía.  

Se abrazaron y despidieron en Urquiza y Humberto Primo, ella entró al pasillo y caminó rápido hacia el fondo, a la casa de sus padres. La vieron entrar y la dejaron descansar, más tarde hablarían sobre lo sucedido; le aconsejarían alejarse de la movilización popular, las reuniones de la juventud peronista, no correr el riesgo, volver a vivir como si aun estuviera en el interior de su inocencia adolescente y de las paredes de la escuela. Ella seguiría atendiendo clientes en el negocio del Tano, donde reparan electrodomésticos, entre otras cosas. Seguramente seguiría asistiendo a reuniones porque le gustaba el trabajo de base.

Él caminó siguiendo la vía que iba hacia el Norte. El sol del otoño era una bendición después de todo lo sucedido. Encontró doblado en el bolsillo interior de su campera, un apunte con la lección que debía dar en unos días para aprobar otra materia de Derecho. Aprovechó el paseo para ir leyendo los títulos y aflojar la lengua, acompañando con un par de cigarrillos negros que sobrevivieron al cuerpo a tierra y las corridas. Debía sacarse, sacudirse la sensación de terror al escuchar los disparos, los gritos y las sirenas de las ambulancias. De temer por Susana. Al llegar a la casa de sus padres besó a su hermanita de tres años, buscó un balde y fue a cargar agua a la única canilla de la casa. Calentó luego varios baldes y se pegó un baño. En su habitación puso un disco de Pink Floyd mientras miraba con tristeza el poster con la foto del Pino Solanas. Susana era más simpatizante del Che, aunque le gustaban las góndolas con opciones; ella amaba la nueva trova y la canción en castellano. Le gustaba García Márquez y no las lecturas más políticas y filosóficas que amaba Miguel; amaba las novelas latinoamericanas, las que tenían muchos olores, paisajes, colores, aromas, vestimentas y descripciones. Compartía con Miguel el interés por el cine latinoamericano y europeo, entre otros; compartían la interpretación tercermundista pero, él siempre pensó que el Che se tendría que haber quedado en la Argentina, porque acá la lucha se daba dentro del peronismo y por la vuelta de Perón. Al menos, eso pensaba hasta ese día. Sin embargo, el mayor magnetismo se producía cuando se resguardaban un poco de todo y el aroma de un exquisito pollo a la Bagna Cauda humeaba en sus narices al salir ella del trabajo y pasarlo a buscar, invitándolo a comer en el comedor de la esquina. Él estudiaba con el café posterior que hacían durar varias horas, para rendir las materias que le iban quedando y estar cada vez más cerca de poder vivir juntos. Ella leía o simplemente, disfrutaba de poder estar algunas horas tranquila e inmóvil, mirando por la ventana.